Sólo si uno acepta las peores vicisitudes, no sólo con resignación, sino con aquiescencia radiante, puede obtener la libertad.
Los Estados, ya sean monárquicos, constitucionales, democráticos o comunistas, tienen que contar con el consentimiento de la opinión pública si quieren lograr sus proyectos y, de hecho, un gobierno no gobierna si no es en virtud de la aquiescencia pública.