Sin darse cuenta, se habían dado la mano y escuchaban encantados en silencio. Cada uno de los dos sabía que el otro sentía lo mismo que él: la alegría de haber encontrado un amigo.
Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón.