Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta.
La infelicidad máxima, como la felicidad máxima, modifica el aspecto de todas las cosas.
La derrota cultural es la más abrumadora de las derrotas, la única que no olvidamos jamás, porque no podemos atribuirla ni a la propia desventura ni a la barbarie del adversario.
La felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí.